Pocas veces una novela negra ha llegado a una altura creativa tan alta y tan digna de celebración como "Los maléficos". Ross Macdonald inició el nuevo camino pensado para su detective Lew Archer alejándolo de los tiroteos, de las exhibiciones de músculo y fuerzas tan proclives al género. Lo llevó al territorio de Dostoievski, donde se habla de maldad humana, de deseos humanos, de pasiones humanas, de frustraciones del ser humano. En las páginas finales de "Los maléficos" hay un asesino al que entendemos, al que comprendemos gracias a la calidad literaria con que está escrito este libro; un asesino que se explica y nos explica cómo ha llegado a convertirse en asesino y al hablar lo hace de sí mismo, pero también, y eso es lo más importante, de todos nosotros, que no somos asesinos pero sí compartimos con él un fondo de tristeza, de pérdida, de nostalgia inherente al ser humano que en unos se nota más y en otros menos pero en ninguno falta. Nacemos así, nos dice Macdonald mediante el relato del asesino, y nuestra obligación es conocernos, informarnos, saber cómo se llega a donde cada uno finalmente llegamos, llevados por nuestras motivaciones, nuestros instintos, nuestros miedos. La benigna influencia dostoievskiana toma cuerpo de manera ejemplar y honesta y "Los maléficos" se convierte en una de las novelas imprescindibles del género. La corriente freudiana, la indagación en los motivos que generan la culpa y el egoísmo laten aquí con una fuerza imparable y se muestran bajo una luz que no ciega y sí sirve para ver más claro y mejor. Como muy bien señala Rodrigo Fresán en el prólogo de "El expediente Archer", a Ross Macdonald se le echa de menos en esta época de asesinos en serie monolíticos y asociales, de explicaciones simplistas sobre el arte de matar y el azar de morir. Recuperar un libro como "Los maléficos" dignificará a la editorial española que dé el paso al frente.
En "Los maléficos" hay un punto de partida que no es el habitual. Un hombre que se ha escapado de un hospital y está perturbado busca a Lew Archer para que lo ayude. Y cuando Archer se pone en acción nada puede pararlo. Las mentiras caen y con claridad se dibuja el retrato íntimo de una familia rica que tiene mucho que callar, que oculta demasiado. Pero no esperen una investigación al uso, nada escabroso ni morboso: Archer tiene interés en saber por qué las personas hacen lo que hacen, por qué se convierten en lo que nunca hubieran esperado convertirse. Y la novela avanza hacia los conflictos privados, hacia los desencuentros en las relaciones familiares, en esas en las que el elemento distorsionador y separador del dinero nunca brilla por su ausencia. Archer es un detective y un psicólogo y un doctor que escarba pero que siente, que se inmiscuye, que quiere saber porque intuye que detrás de cada nuevo descubrimiento hay algo útil y necesario también para él, otro ser humano a fin de cuentas. Y esa labor de Archer lo diferencia del resto de detectives de ficción, acercándolo a las historias griegas de tragedia y muerte. Ross Macdonald lo convierte en un símbolo y a la vez en el detective más creíble que ha dado la novela negra, sensación que aumenta cuando le vemos criticarse a sí mismo, mirar sus fallos y señalarlos, imponerse alguna penitencia. Hay mucho de Graham Greene también en "Los maléficos", hay una mención al existencialismo cristiano. Hay una conclusión tajante y expansiva que no puede pasarse por alto, pues a todos nos afecta: tras cerrar el caso, Archer, en lugar de estar satisfecho tras haber descubierto al culpable y haber conseguido que la justicia triunfe, llega a esta conclusión: "Todos éramos culpables. Teníamos que aprender a soportarlo". Y me parece claro que cuando todos los elementos encajan, cuando el narrador cuenta con tantas imágenes que son pura poesía, cuando un relato consigue implicar al lector de una manera tan efectiva no podemos menos que concluir que estamos ante un libro imperecedero.