No es, por supuesto, Los demonios una novela negra, y juzgo sin embargo que tanto ésta como Crimen y castigo son obras absolutamente imprescindibles para entender bien la novela negra y su historia, tanto o más que las lecturas ineludibles de los clásicos Chandler, Hammett, Macdonald y Highsmith (y Poe). Hay un asesino en esta novela, un manipulador que, metamorfoseado o reconvertido, aparece en muchos libros dedicados al subgénero. Hay varias escenas en las que este asesino empuña un revólver, golpea con él, dispara y mata. Hay confabulaciones y hay delaciones, escenas en las que los personajes se juegan la vida y en las que mueren ejecutados aquellos que han sido designados como víctimas. Los demonios es una de las mejores novelas de la literatura universal, y que contenga tantos elementos digamos negros la convierte en precursora, la sitúa en un lugar que no ha de obviar el aficionado y el entusiasta de la novela negra.
Los demonios es la historia de una ciudad pequeña -y de un buen número de sus habitantes- en la que se ponen en práctica unas ideas encaminadas a subvertir el orden, a traer otras ideas y otros planteamientos vitales a un lugar anquilosado en el que mandan los de siempre. No hace mucho que los siervos han dejado de serlo, los ricos son los que mandan -terratenientes, militares, políticos, hombres de negocios-, se despide en masa a trabajadores. Un pequeño grupo capitaneado por Verhovenski, un hombre que no es especialmente inteligente pero sí hondamente vengativo, cruel y manipulador, se mueve en la sombra y planea y lleva a cabo varios asesinatos para alterar la paz social y sublevar los ánimos de los pobres, que esperan los apoyarán cuando vean que ante el desastre sólo cabe dar un paso adelante para evitar males mayores. Profesan en el grupo ideas seguramente socialistas, pero no importa cuáles sean estas porque, en manos de un líder que engaña, miente y azuza a unos contra otros para que nadie se fíe de nadie, da igual que se crea en el socialismo o en el fascismo, ya que -nos dice Dostoievski- si se manipula no hay verdad ni horizonte limpio.
Equivocadamente se ha tildado de conservadora a esta obra. El gran autor ruso concede todo el espacio necesario a la exposición y debate de las ideas y no les hurta complejidad ni verdad, sean cuales sean. Verhovenski, el malo y maquinador, no es detenido ni ajusticiado, sino que huye y desaparece: su figura queda definida sin lugar a dudas, pero no se le mata para ajustarle las cuentas, literariamente hablando. La novela está narrada mediante la voz de un cronista local que cuenta lo que sabe y añade lo que imagina, con lo que la voz del narrador de tercera persona Fiódor M. Dostoievski queda fuera de lo contado, aunque quepa identificar a uno con el otro -esto es ya extraliterario-. Hay retratos muy duros de los que tienen el poder. No se es complaciente con protagonistas como Varvara Petrovna, rica propietaria de la que descubrimos todos sus excesos de imposición y mando a través del dinero. Y hay un momento fundamental: el ex siervo y ahora ladrón y asesino Fedka le dice a su antiguo amo que no le hará daño porque nació siervo suyo, y poco después el amo ni siquiera recuerda si es cierto que perdió al siervo en una partida de cartas. Este viejo amo es Stepan Trofimovich, uno de los principales personajes de la trama. Ahora bien, lecturas interesadas ha habido siempre. Dostoievski es justo al dar voz a unos y a otros y alerta de los excesos de unos y otros, de las mentiras de unos y otros, y concluye con una imagen desoladora Los demonios, que somos todos desde su visión equitativa de la existencia, una visión que pone a todos al mismo nivel. No hay buenos ni malos, concluye el gran maestro ruso en esta obra imperecedera, pues todos nos movemos impulsados por los demonios que nos habitan y nos obligan a ser mentirosos, excesivos, vulnerables, una pálida sombra de lo que, como Piotr Stepanovich, soñamos un día que llegaríamos a ser.
(Nota: La traducción elegida para la lectura se debe a Juan López - Morillas)
(Nota: La traducción elegida para la lectura se debe a Juan López - Morillas)