No le sobran a la novela negra española grandes autores. Eugenio Fuentes es uno de los mejores, pese a algún altibajo, y sus novelas suelen ser una muestra de talento y cordura. El talento lo tiene porque es dueño de una prosa de calidad, rara en el subgénero, con muchas frases subordinadas y creativas que lo alejan del esquema facilón y del behaviorismo, magistral en manos de Dashiell Hammett y vacuo en tantas otras. La cordura la posee porque no malgasta las fuerzas mentales en imaginar rocambolescas tramas cuyos finales son habitualmente, en las manos de los escritores de menor talento, polvo esparcido al viento: humanista por encima de todo, atento a los sentimientos y a las manifestaciones del deseo, el miedo, el dolor y la pérdida, sus historias nos hablan de personas, de sus racionales anhelos y sus locos accesos de violencia. La mirada de Fuentes es semejante a la de otros grandes autores que, dentro y fuera del subgénero negro, siempre manifestaron comprensión por sus semejantes y no juzgaron a la ligera ni condenaron porque sí.
Contrarreloj es una novela que encaja muy bien en el conjunto que el escritor cacereño viene dedicándole al detective privado Ricardo Cupido. Es éste heredero de las formas y maneras de los detectives ingleses, se muestra reacio al uso de la violencia y recurre a forzadas artimañas para aclarar un dato o averiguar quién es el culpable de un asesinato sintiendo remordimiento, pues quisiera caminar por un espacio blanco e imposible que les está vedado a los que entran en las aguas sucias del crimen. No es más ni menos creíble que otros como el Bevilacqua de Lorenzo Silva, también personaje de novela irremediablemente, o como el Carvalho de Vázquez Montalbán, que desafiaba siempre a la lógica y a la realidad que hay más allá de toda historia de ficción. Se le achaca que es demasiado transparente, de una sola pieza, algo difícil de creer a estas alturas y con lo que ha llovido sobre la novela negra, pero cumple muy bien con su papel de observador, de héroe a pequeña escala (amado por mujeres que lo conocen y se sienten atrapadas por su cara o la esbeltez de sus manos; ensalzado por una serie de novelas a él consagradas en las que encuentra solución a todos los casos que investiga), y como nada percibimos en él que tienda a la exhibición vana, no extraña que nos caiga simpático, que nos parezca próximo y que se gane toda nuestra simpatía de lectores que apreciamos la novela negra pero también la sensatez y la buena literatura en general.
Y encaja muy bien Contrarreloj en la serie dedicada a Ricardo Cupido porque la investigación de un asesinato en los días en que se desarrolla la más importante carrera ciclista del mundo, el Tour de Francia, no es una excusa ni un viaje turístico livianamente propuesto por Fuentes, sino una estancia muy bien planteada y con mucho sentido en el seno de una competición en la que los odios, las miserias, el esfuerzo, la dedicación, las pasiones de todo tipo están presentes y nos llegan muy bien contados partiendo de la admiración que Cupido siempre ha sentido por los ciclistas y por su implicación en el mundo de las carreteras y el pedaleo, como irá descubriendo el lector conforme avance en la lectura de la novela. Sirve, como acostumbra, Fuentes algunos tipos humanos interesantes y bien diferenciados, los define con pinceladas psicológicas sin tacha y sin oportunismo de ninguna clase: el fuerte de este autor, como él bien sabe, radica en estos hallazgos, en estas caracterizaciones humanas, de medida profundidad y digno realce, así como en la delicadeza en la exposición de los sentimientos de las personas, que nunca aparecen tomados a la ligera, sino elaborados con mimo y sutileza. Con estos ingredientes, la novela avanza en un tono deudor de otros de principios del pasado siglo, asumida y conscientemente, con una cierta ingenuidad que apenas la perjudica. Amparado en una prosa notable, que busca cada vez más la claridad y que nunca olvida la elegancia, Fuentes insiste en su búsqueda del talento desnudo, sin efectos ni artificios, de un talento limpio, propio de autores como Francis Scott Fitzgerald, con quien no costaría emparentarlo en el gusto por contar historias de individuos que buscan un lugar en el mundo. Quizá el defecto más evidente, y fácilmente subsanable, sea el que se encuentra en algunos diálogos de frases demasiados elevadas, en los que algunos personajes, como el Alkalino, hablan como si recitaran un texto muy elaborado, pero es sólo un defecto menor entre otros pequeños defectos que no restan apenas a un conjunto que devuelve a Eugenio Fuentes no al podio de los novelistas negros de nuestro país, sino a un podio internacional del que seguramente ya no podrá nadie bajarlo.