Ross Macdonald es un gran escritor, un fino estilista que llena las novelas de agudas comparaciones, de reveladoras comparaciones (algo que no desaparece cuando el texto es traducido a otras lenguas, que une dos ideas o dos imágenes y me parece un acierto cuando se maneja con la gran maestría de que Macdonald hace gala), de bellas comparaciones. La prosa es límpida, fácil de leer, pero se nota que está muy trabajada, que no es producto de un autor que escribe con piloto automático, sino que pule y encauza la creatividad para huir del barroquismo y de la oración larga mediante la utilización del adjetivo preciso, que a veces sustituye a varias palabras y evita la subordinada, elimina el exceso de palabrería y de vano lucimiento sin por eso restarle a la narración ningún tipo de información ni de color. Un muchacho negro con bañador amarillo lava con una manguera un cupé Ford desteñido que está "estacionado bajo un pimentero en el camino de entrada a una casa de una planta con galería" y una chica negra se le acerca: "Él sonrió cuando la vio y le arrojó, con un golpe de muñeca, rocío de la manguera. Lo esquivó y corrió hacia él olvidando su dignidad. Él rió y dirigió el chorro hacia arriba, directamente al árbol, como un surtidor de risa visible que me llegó en forma de sonido medio segundo después". Así narra Lew Archer, así escribe Ross Macdonald, autor que, sigo diciéndolo, es el mejor que ha dado este género, pues consiguió dar un paso más y logró llevar un poco más adelante la novela negra tomando el testigo de Hammett y Chandler.