Mario Bava nació en julio de 1914 -acaba de cumplirse el primer centenario de su nacimiento-, “enredado en tiras de celuloide”, según él mismo decía. Su padre, Eugenio Bava, fue uno de esos pioneros de la estirpe de George Méliès que ayudaron a convertir el espectáculo cinematográfico en una experiencia singular.
Bava representa una forma de entender el Séptimo Arte ya extinta. Era un profesional que vivió de, para y por el cine. Empezó desde abajo, diseñando los títulos de crédito de películas de otros, y murió con las botas puestas, embarcado en proyectos que unas veces conseguía sacar a flote y otras no.
Entre 1939 y 1960 fue operador, director de fotografía y técnico de efectos especiales para cineastas como Roberto Rossellini, Riccardo Freda o Pietro Francisci. En 1960 debutó como director en una película “de culto”: La máscara del demonio, piedra angular del cine gótico italiano y, en años sucesivos, dirigió La muchacha que sabía demasiado y Seis mujeres para el asesino, dos títulos que darían su forma definitiva al giallo.
Su carrera como director coincide con un período de esplendor en la industria italiana, irrepetible. Firmó veinticinco largometrajes en los que, además de dirigir, participó en el guión, la fotografía o el montaje. Consagrado por entero al cine de género, Bava no hizo ascos a ninguno: cine de terror, péplum, thriller, western, ciencia ficción, etc. Se atrevió incluso con la adaptación de un cómic, Diabolik, cuando esta practica era más rara que común.