Un relato a veinte manos: "Unos cuantos años" (4)

El inspector Lage me saludó levantando una ceja. Intentaba parecer un policía típico o quizás se burlaba de sí mismo. Tuve que pedirle una hora libre a mi jefe, que también levantó una ceja, pero él eligió la del lado derecho de su cara. Bajamos a la cafetería de Anselmo. (Francisco Ortiz)
Nos instalamos en una mesa al fondo y pedimos café, que era por mucho mejor que el de la oficina.Era sin embargo, un lugar poco usual para reunirnos. El inspector Lage no perdió el tiempo en rodeos, una vez que sirvieron el café, me dijo que necesitaban de mis servicios para un trabajo muy peculiar y peligroso. (José Romero)
Le expliqué que ya no era el mismo, que estaba cansado. Le dije que la cara del tipo del último encargo todavía se me aparecía por las noches. Pero a él mis problemas nunca le importaron lo más mínimo. Aún así, me esforcé por explicarle que no podía actuar siempre por libre, que mi jefe empezaba a estar descontento conmigo. El café empezó a hervir en mi estómago mientras sentía que estaba a punto de escupirle a la cara todas las cosas de él que me desagradaban. Lage mantuvo en todo momento su estúpida sonrisa. (Miguel Sanfeliu)

Y pensar que una vez esa sonrisa no me resultó estúpida, que una vez, cuatro años antes, aquella primera llamada del inspector fue como una bocanada de aire fresco que me hizo pensar que mi vida al fin se movía, que, de alguna manera, más allá de los engaños y las palizas, de todos los hombres que acabarían llorando frente a mí, y de todas las mujeres a las que mi comportamiento hacia ellos haría llorar, lamentarse, enviudar, alguien confiaba por fin en mí, tal y como yo merecía. Cuatro años después, cómo pasa el tiempo, Lage tenía muchos menos problemas, todos los que yo le había ahorrado, pero mi vida seguía en el mismo sitio, parada, a la espera. (Miguel Ángel Muñoz)


Lentos, pero seguros. Avanzamos. Ahora es el turno de Ricardo Vigueras.