En Patricia Highsmith no cuesta detectar una clara influencia de Dostoievski y un gran aprecio por Crimen y castigo. Es muy evidente en esta buena novela negra, que parte de una idea muy original -dos hombres se conocen en un tren y se cuentan sus problemas, cuya solución pasa por dos crímenes, que cometerán ayudándose y encubriéndose el uno al otro- y un desarrollo acaso demasiado extenso, ideal para una novela más corta. Medita, como el maestro ruso, Highsmith sobre el bien y el mal, el crimen y los criminales, si es deseable matar y si es posible el perdón después del asesinato. Aún no está aquí la valentía posterior de la autora, tan bien plasmada en las aventuras de Ripley, su emblemático personaje, en una serie de novelas menos atentas a la investigación criminal y la condena y el castigo de los culpables, algo, esto último, que ya sabemos que no siempre halla eco en la realidad en que vivimos. La novela adolece de una pasable liviandad y cierta frialdad expositiva que le restan credibilidad, y está lastrada por la aparición de un detective prototípico y molesto que desentona y nunca parece cierto, sino tan sólo un arquetipo desprendido de algunas lecturas de obras menores y olvidables que Highsmith debió de hacer mientras velaba armas. En todo lo que se palpa la meditación dostoievskiana sobre el crimen y los criminales no hay otra califación posible que la de notable, aunque el libro no llega a mantenerse en un punto óptimo para alcanzar esa calificación media.