Arturo Pérez-Reverte: El francotirador paciente

   


   Es inevitable pensar que detrás de esta novela hay un guión que invita a la realización de una película. Es el guión del escritor Arturo Pérez Reverte, ese que está en la cabeza del que inventó esta historia. También la claridad de la exposición, del nudo y del desenlace invitan a pensar en lo mismo: se ha dejado lo esencial, lo que importa al lector que no quiere complicarse las horas, sino disfrutarlas. Reverte ha hecho primar la narrativa clásica y directa y ha orillado toda complicación formal, estructural e innovadora, pero aun así no ha esqueletizado la historia y no le ha dado al público lector un producto
   Pérez Reverte conoce muy bien el oficio de contador de historias, de novelista formal y sin complejos, el que ahora y casi siempre ha triunfado: porque envuelve al lector con lo narrado, porque lo alimenta con las dosis justas de emoción, sorpresa e información que hacen interesantes una trama y a unos personajes de ficción. Y aquí está la clave: el autor escribe para quien quiere saber más sobre un tema -los grafitis en este caso, los que están contra el sistema- y se documenta muy bien, planea muy bien, traza muy bien y nos deja bien claro, con su estilo, con sus diálogos -a veces elevados, demasiado: una de las última frases de la protagonista contiene tres adjetivos inusuales junto al sustantivo que quizá nadie podría decir en una situación estresante, apremiante (pág. 285)- y con las conclusiones finales que estamos ante una novela, un entretenimiento culto, útil, inteligente, aunque desgraciadamente nada más que eso. El final de la novela así lo atestigua: son las emociones las que vencen, las que deben arrastrar al lector, las que lo harán sentir que ha valido la pena dedicarle un puñado de horas a una lectura. Es la meta que busca Reverte, y no cabe sino señalarlo. 
   El académico y antiguo reportero de guerra ambienta muy bien, describe con cortas y certerísimas pinceladas, desliza frases de alta categoría en medio de la narración fluida y empatizadora de quien narra -habría que haber eliminado en la corrección definitiva algún que otro yo del todo innecesario-, una experta en arte urbano que se pone, merced a un encargo muy bien pagado, tras la pista de un famoso artista del grafiti a quien los medios de comunicación -y alguien más- están deseosos de asignarle una cara y una identidad que fijen y definan. Lastimosamente, Reverte deja reposar en recursos algo fáciles -casi telefílmicos- algunas asociaciones -no me convence ni el personaje ni el papel del taxista-, algunas claves del libro -el grafitero visto como una sombra seca, cortante y, en un caso determinado, también cruel-, con lo que al final tengo la sensación de que lo acerca a lo bestsellero y a un cierto conservadurismo inesperado y desequilibrador que falsea el contenido de la historia y la deja algo hueca, incompleta o desorientada. E impide concluir que es una novela trascendente, aunque tenía dentro todo lo que necesitaba para llegar a serlo.