Benjamin Black: En busca de April

   


   Indudablemente, la prosa de John Banville, que escribe novelas negras bajo el seudónimo de Benjamin Black, está muy por encima de la que pueda manejar cualquier otro autor del género. Y eso a pesar de que Banville dice que escribe como Black deprisa y en modo artesano. Lo importante es que encaje con lo que se narra, que no lo entorpezca ni sea un engalanamiento estéril. Y la prueba mayor, sin duda, el desafío mayor están en este libro, pues no hay un crimen para investigar y Black/Banville teje toda la historia usando la fuerza de unos personajes y de unas relaciones entre ellos que no es que sean lo más importante de la novela, es que son la novela. Sin unos personajes tan poderosamente creados, las descripciones, la ambientación serían apenas postizos, endebles columnas sobre las que sustentar más de doscientas páginas de prosa. 
   De entrada, aplaudo la decisión de no arrancar con un crimen y basar la trama en la casi insoslayable investigación subsiguiente. Aunque es una excusa en manos de grandes autores, el recurso es demasiado cómodo, demasiado comercial también: se crea un misterio y se atrapa al lector por el cuello hasta que se le pone delante la desnuda verdad.  Banville apuesta por otro tipo de libro, y eso es muy meritorio. Quizá al lector del tiroteo y la adrenalina enlatada esto le resulte decepcionante. Pero solo si se queda en lo superficial. Aquí hay suspense, hay un misterio, hay un enigma que pide una solución. Solo que Banville le puede a Black y nos ofrece una novela que no es solo negra y es también el análisis de una amistad de café, a primera vista sólida y emotiva, con buenas raíces, pero cuyo fondo es un cúmulo de secretos y de alejamientos mal disimulados. Black carga contra la amistad liviana, despoja a los implicados de excusas y se lanza casi con furia a destrozar lo que en el fondo se ve que solo han sido lugares comunes y choque de egos. Es la mitad de la novela esto, y está expuesto mediante una calma que no es lentitud disfrazada ni lasitud. Se precisa un margen, se precisan escenas y diálogos y algunas idas y venidas para que resulte creíble la aparente unión de los amigos y Black no corre y no corta y no suprime para hacer de la novela algo simplemente esquemático, un guión de cine, defecto en el que incurren muchos otros. Quizá no es propio de la novela negra, podría oponer alguno. Pero ¿es que se han fijado alguna vez unos mandamientos insalvables para escribir novela negra? Ah, y si es así, vamos a decirles a quienes los defienden que están equivocados. Desde Hammett hasta hoy, lo mejor del género está en la superación del propio género. 
   La otra mitad de la novela es una dura crítica contra la familia, nada sorprendente para quien haya leído algún libro anterior de la serie de novelas que Black lleva dedicadas al magnífico personaje del patólogo Quirke. Se intuye y se confirma conforme se avanza en la lectura de la novela que los poderosos y las familias poderosas no le gustan nada a Quirke, a Black. Tampoco los mitos alzados sobre el suelo por manos y ojos y bocas embusteras que quieren darle a la sociedad héroes intocables que definan e imanten y se mantengan encumbrados como dioses humanos. A esto le atiza sin dudar Black, como en lo mejor de la más crítica novela negra, como el mejor de los más afilados cultivadores de la literatura contestataria. No hay nada inquebrantable, se oye decir entre líneas, no hay nada que soporte el escrutinio profundo, y los héroes y los prohombres tienen los pies de barro. Casi nada en una novela de apariencia frágil, de artesano y no de escritor estrella, con mucha comidas y lugares hermosos y caros, con un coche bello y creado para elegidos, con un tono que no es frívolo pero no deja de ser amable en ningún momento, con una prosa de novelista negro, sí, pero también de poeta. 
   Esta es una novela que no pretende ser una obra maestra en ningún momento y que, sin embargo, resplandece en ese espacio extraño en que viven los libros que no engañan, que no son alimento precocinado para lectores precocinados (como diría el admirado Vázquez Montalbán), que son transparentes como una piel clara que permite ver muchas venas fuertes y llenas de vida indomable bajo una delicada piel.


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