El extranjero, de Albert Camus


Cuando tu alma esté triste, cuando tu alma esté muy alegre, déjate caer en las páginas que conforman el primer capítulo de "El extranjero", de Albert Camus. Podrás ver colores muy claros y sentir colores muy oscuros. Estarás absolutamente solo y terriblemente acompañado. Serás un hombre al que no le falta nada, y al que le sobra todo. Con la muerte rondando, podrás ver el desfile de los vivos como algo cómico, agradablemente breve, satisfactoriamente inane. Si eres un escritor podrás aprender cómo todo tiene sentido cuando ya nada tiene sentido. Si nunca has leído, si nunca volverás a leer, acaso comprendas por qué el dolor anida en el corazón de los más débiles y aprendas a compadecer y callar.
Volver a leer "El extranjero", ese primer capítulo en que muere la madre del narrador, en que la voz en primera persona es la tuya y la mía, transida de dolor profundo e inexpresable, anonadado, que en apariencia es miedo y vacío y ojos que parpadean cegados, te lleva a un lugar del que sólo los más grandes regresaron: Sábato, Rulfo, Faulkner, el propio Camus. Y te arranca algunos jirones del alma, te despelleja y te acomoda junto a lo trascendente, que es también lo volátil, lo leve, lo fugaz.
Más adelante están el revólver de Mersault, su disparo injustificado, su muerte sin nombre, un camino que igual le interesa al lector de novela negra que al lector de novela existencialista. Acaso "El extranjero" pueda ser una novela negra y existencialista. Y un aldabonazo en las conciencias que parecían dormidas e idiotas para siempre.