Delitos y faltas, de Woody Allen


Cuántas cosas quedan sin resolver en esta grandísima película, cuántas quedan abiertas, pese al final en que parece que todo ha acabado. Qué gran diferencia entre este tipo de cine y el actual, mayormente orientado a no alterar, no inquietar, no hacer dudar. Creo que es una de esas obras que sólo una vez en la vida le salen tan redondas a un creador, tan completas, tan perfectas. Woody Allen aúna comedia y drama, crimen y ansias de vivir en esta película en la que hay algunos de los mejores flashbacks que yo he visto, que no alteran la trama, que no son redundantes ni obedecen a ningún efecto estético ni egótico. Los personajes están vistos de una manera profunda, se mueven y viven en el guión y ante nuestros ojos atónitos, nos obligan a tomar partido, a reírnos con las gracias y a deplorar una muerte (in)evitable. No sé si en la actualidad podría hacerse un cine en el que se hable de moral, de Dios, de la existencia sin temor y sin prejuicios, sin complejos y sin pontificar. No sé en verdad quién podría hacerlo. Esta película magistral, afortunadamente, nos dejó la posibilidad de verla de nuevo y apreciar nuevos detalles, de interrogarnos otra vez a nosotros mismos, unos cuantos años más tarde, y llegar a interesantes conclusiones si no hemos perdido la capacidad salvadora de la autocrítica. La película es la misma, pero nosotros ya no lo somos. Qué gran arte éste que es un espejo móvil en el camino del espectador.