Un hombre busca a su enemigo más antiguo, a quien le destrozó la vida y, pese a eso, ha dado sentido a su labor al frente del servicio secreto británico durante muchos años. Smiley busca a Karla, el que manda en los espías soviéticos, desde que un día lo conoció, lo tuvo a su alcance y lo dejó escapar. Cada uno alza mentiras, dirige a hombres, da órdenes a un lado y al otro del telón de acero para defender una manera de entender la libertad y el poder, una idea de civilización. Son dos hombres que no se parecen, que no se valen de los mismos métodos, que se combaten ciegamente, obsesivamente. Hasta que uno de los dos caiga.
John Le Carré y Ross Macdonald son los dos grandes estilistas de la novela criminal. En La gente de Smiley encontramos a Le Carré en uno de sus mejores momentos creativos. La novela está escrita en estado de gracia, y en ella podemos encontrar párrafos y frases para releer una y mil veces. El escritor maduro halla su materia, la domina y crea con confianza y sabiduría. Y, ante todo, con algo parecido al amor, a un sentimiento limpio que está en todas las líneas de todo el libro, resplandeciente, vibrante, como una sonrisa sincera y afectuosa: el milagro ocasional de quien hace justo lo que tenía que hacer y lo siente, lo sabe, lo disfruta. Porque La gente de Smiley es un placer para el lector, para cualquier tipo de lector que lee despacio y asimilando sin prisas, que vuelve una páginas atrás para paladear de nuevo el hallazgo de un adjetivo inusual junto a un sustantivo conocido o una meditación de un narrador de tercera persona cálido y humano, tan humano como todos sus personajes.
La economía de medios en el despliegue de la trama resulta admirable en esta admirable novela. Le Carré no desperdicia el tiempo del lector planteándole trampas innecesarias, no lo lleva por vericuetos imposibles y antinaturales. Centra su acción en mostrarnos a un viejo espía gordo, que actúa con prudencia y es viejo y está ya fuera del servicio activo pero vuelve a trabajar cuando se produce el asesinato de uno de sus antiguos agentes. Involucrado casi más sentimentalmente que por otro motivo en las averiguaciones subsiguientes, vislumbra la posibilidad de llegar hasta el mayor enemigo de su país, de Occidente, y se pone en marcha. Pausado, astuto, calculándolo todo milimétricamente, obviando la violencia aunque acercándose con sus métodos cada vez más a los usados por su viejo enemigo, que tanto aborrece, Smiley no se altera mientras avanza hacia el momento más esperado de toda su vida, se recrimina a sí mismo en silencio, duda de él y de quienes están con él, habla poco y espera. Y no deja de dar pasos en la única dirección que marcan los acontecimientos. Y así Le Carré expone ante el lector a un personaje complejo, creíble, único, inimitable, mediante un narrador en tercera que no teme cederle la palabra a medio párrafo, que transcribe fielmente sus pensamientos, que no es sólo una voz de timbre único, sino varias voces que integran, explicitan, se acercan a la implosión controlada y nunca abandonan uno de los tonos más auténticamente pausados y nunca pesarosos que este lector ha enfrentado en su larga existencia ante los libros. Y así Le Carré eleva la novela de espías a arte de primera magnitud con su pulso de orfebre, a literatura de alta calidad, e inscribe La gente de Smiley en la nómina de las imprescindibles del género y de la época. Pues es una novela que está muy por encima de las escritas por casi todos los que están en el género negro y, como obra maestra que es, se codea sin ningún rubor con las mejores de los más destacados autores, más laureados autores vivos.