Mario Lacruz: El inocente ( y 4). Crítica


Después de haber leído muchas novelas negras, de haberles dedicado mucho tiempo, me resulta muy grato hablar de "El inocente". Es, seguramente, la mejor novela negra escrita por un autor español.
Es la más literaria -cuántas veces nos topamos con novelas negras que son sólo hueso-, la mejor pensada y la que más hace uso de cuanto la tradición de la novela ha puesto al alcance de un escritor, la que más imágenes inolvidables sirve y la más afortunada de cuantas, con un hondo calado psicológico, he tenido entre las manos. Una novela que es un caso único - no continuó con esta línea Lacruz-, que el autor concluyó cuando apenas había cumplido veinte años. El fruto primero pero inmortal de un escritor inolvidable.
Mario Lacruz tuvo que vadear las aguas de la censura inventándose nombres algo raros, no sitúa claramente la novela en España, pero mucho más tarde aclaró que la trama se desarrolla en Barcelona. Delise, el protagonista, tiene que ver con el personaje al que ajustician en "El extranjero", de Camus, y también tiene mucha relación con algunos personajes de Graham Greene. La culpa le persigue, una culpa debida a la insatisfacción vital, al vacío que la pérdida de los seres queridos clava en su mente y sus actos, al dolor de no tener a quien amó y nunca pudo corresponderle. Delise es tan creíble como Madame Bovary, como Raskólnikov, porque en él hay verdades punzantes que Lacruz sintió dentro de sí y transmitió con acierto pleno.
"El inocente" es una novela negra y también una novela existencial, hija de su tiempo -el cine, su técnica, admirablemente adaptada a la novela, también están presentes en algunas páginas espléndidas-, que no elude temas como el compromiso político, el oficio de policía en una época oscura, la justicia, la injusticia, el amor, el desamor, la muerte, la familia. Aborda esos temas siempre desde el más profundo espíritu creativo -una de las grandes lecciones de este magistral libro-, siempre encarnados en los personajes y sus actos, no mediante fáciles y socorridos discursos.
Cada personaje tiene vida propia. Vemos el interior de cada uno -en pinceladas firmes, reveladoras, nunca extensas sino perfectamente calibradas y en las dosis justa, pues la novela jamás deja de ser una novela negra-, sabemos qué piensan y qué les motiva gracias a breves acotaciones que Lacruz deja caer junto a sus movimientos. Es como si estuviéramos delante de un tablero de ajedrez y, a la vez que contemplamos los avances y retrocesos de las fichas, pudiésemos oírlas explicando por qué hacen esto y no lo otro. Creo que pocos autores del género han asumido tan bien la herencia dostoievskiana, pocos han incorporado e integrado tan bien los elementos y los logros psicológicos de la literatura del siglo XX, desde Joyce a Woolf pasando por Faulkner.
Pero la capacidad, la cultura que se hace libro y no emociona no sirve para nada en el reino de la ficción. Y eso no lo desconocía el joven Lacruz. En los últimos momentos de vida de un personaje que muere solo, en la huida del acusado de un crimen que seguramente no ha cometido, en el momento de dispararle a un fugitivo hallamos auténtica emoción, una creatividad apabullante e inconformista que no recurre a los tópicos ni a las imágenes archisabidas. Lacruz, con un talento excepcional, consigue que se vea lo exterior y lo interior en una ajustadísima correspondencia que hace grande el arte de la novela, y además necesario, porque nos muestra uno de los motivos por los que siempre será indipensable la ficción para el que quiera saber no sólo cómo viste una persona sino qué late en su corazón y en su cerebro.
Por último -y os aseguro que contengo las ganas de seguir escribiendo y contando más cosas que me gustan de esta grandísima novela- quiero dedicarle unas líneas a la prosa de Mario Lacruz. Ya sobre ella han hablado otros -Muñoz Molina, en el prólogo al libro de relatos " Un verano memorable y otras historias", único en esta faceta de Lacruz-, y me gustaría añadir que se siente la música que fluye por debajo de cada frase, el ritmo personalísimo y determinantemente conciso, de piano que susurra en una habitación vacía o de orquesta que jamás enmascara con el ruido ni la melodía furibunda el vacío de fondo, que no existe, pues todas las páginas que integran esta obra maestra son un prodigio de contención, sutileza, alborozo meditado y tan compartible que no puede uno resistir las ganas de pregonar a los cuatro vientos que ha encontrado otro libro que le acompañará siempre.



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