Eugenio Fuentes: Mistralia

   


   Crea Eugenio Fuentes las novelas del detective Ricardo Cupido mediante instantáneas que definen a los personajes y nos cuentan, desde muy adentro, cómo son, qué los motiva y qué los impulsa a querer, odiar, apartarse, celebrar sus triunfos o esconder sus miedos. Son instantáneas psicológicas, efectivas y con un equilibradísimo sentido de la narrativa que nunca agobia con un exceso de datos y jamás paraliza el devenir de la historia, aunque en ocasiones la enlentece, la demora, evidenciando el esfuerzo de Fuentes por no hacer una novela negra al uso, a lo estadounidense, con acción loca o virulencias incontroladas. Pero acaso se le olvida que estamos ante un tipo de novela que acaso precise de algo más de movimiento, que quizá sería mejor no hacer con piezas separadas de un puzzle ingenioso y bien balanceado, que la materia oscura del crimen no es una pieza aislada, sólo un hallazgo casual y execrable. Mistralia es una novela que está muy bien escrita, pero que adolece de mayor sentido de la realidad, ya que el lector ha de creer primero en un detective casi imposible -que investiga abiertamente crímenes, algo que no se permite a ningún detective privado español, personaje tipo muy bien presentado por Andreu Martín en sus mejores relatos; que es demasiado inteligente y fiable, humano y nada mezquino, un manos blancas inefable; que se impone como un policía cuando debería encontrar miedo y repulsa en muchos, casi todos los sospechosos; que es bien parecido y atractivo: rémoras de personaje/héroe que nuestro querido autor no ha sabido orillar-, después en la existencia del crimen como algo aislado en la materia narrativa, una excrecencia repelente que apenas casa con el mundo que se nos presenta, muy bien ordenado y casi limpio en apariencia por mor de la buena literatura de que hace gala el narrador, algo que ocurre también en la serie dedicada al inspector Adam Dalgliesh, creado por P. D. James. Les falta suciedad a las novelas de Cupido, contagiarse del mundo de Carvalho, Archer y Méndez, alejarse de la resolución de los casos por el detalle que encaja en los pensamientos certeros del detective para que no se nos exija más de la cuenta en lo referente a verosimilitud, dejar de seguir observando el crimen como los autores victorianos, que lo tenían como algo excepcional y remediable, como una mancha en un hermoso traje de vestir, así como apostar por el buceo en el otro lado y poner distancia con las historias en que los investigadores corren a restituir con su sapiencia el orden alterado para calmar el ánimo de los bienpensantes defensores de lo correcto y jerarquizado. El crimen siempre tiene unas raíces sociales, encierra mala baba y desesperación, y la sangre hace agujeros en el alma: eso lo han contado muy bien Vázquez Montalbán, Andreu Martín, Juan Madrid y Francisco González Ledesma. 
   Aprecio a Eugenio Fuentes, a quien conozco personalmente, pero no puedo mentir: esta novela es blanda, cuando habla del amor lo hace en términos demasiado sentimentales, el final está dibujado en letra gorda, subrayado, hecho una papilla de fácil digestión y absorción en su fácil aunque inane crítica, y al igual que ocurre con el Lorenzo Silva menos consistente, encuentro despeños muy salvables excepto si se piensa demasiado en el lector o en las lectoras, permítaseme la imprudencia: sabemos que las mujeres de mediana edad y sin muchos problemas económicos son quienes más leen, quienes más compran libros, pero ellas ya tienen a las autoras y autores que les escriben y de estos pesos pesados de la novela negra española yo espero más, mucho más: atrevimiento, renovación, rompimiento de sus propias reglas. Me ha costado acabar la lectura de este libro, como el de muchos otros escritores actuales, porque veo demasiadas costuras, demasiada horizontalidad, demasiado respeto a unas reglas editoriales que, por supuesto, favorecen un oficio y recompensan con un número seguro de lectores pero restan libertad al creador y lo convierten en muchas ocasiones en alguien semejante a un funcionario gris.
Mistralia no es una mala novela. Eugenio Fuentes ha llegado a lo más alto con la prosa, la claridad expositiva y la precisión psicológica, pero se ha detenido delante de sus propios límites, se ha impuesto a sí mismo un alto que empeñece logros, que lo domestica ante el lector que ya no se conforma con la fórmula. Mistralia está muy bien escrita: la adjetivación -tan escasa en la novela negra, rebosante de superfluos imitadores de Dashiell Hammett-, el sentido y el ritmo de la frase, la magnitud del párrafo y del capítulo han sido mirados y mimados por alguien que no menosprecia al género y lo practica sin complejos. Pero eso no ha de bastarle a Eugenio Fuentes. Porque si no nos olvidamos jamás del Carvalho de Los mares del Sur ni del Méndez de Peores maneras de morir ni del Archer de El hombre enterrado es porque entre los fallos hay algo muy auténtico, muy real, que comunica de una manera muy profunda con el lector más allá de las palabras y de la fructificación únicamente literaria y asienta en su memoria un poso de verdad que nada puede borrar.