Jordi Sierra i Fabra: Cuatro días de enero (y 4). Crítica

Es una lástima. Se trata de una novela valiosa, bien escrita en su mayor parte, con un personaje principal bastante creíble, unos secundarios que vigorizan la historia y un trasfondo que no es sólo paisaje de fondo: la Barcelona de los días anteriores a la entrada de los franquistas victoriosos durante la guerra civil española. No es una novela histórica, no se usan las fechas para darle una pátina de interés que a la postre resulte banal o forzado o simplemente anecdótico u oportunista. Nada de eso: la historia tiene interés porque se desarrolla en una época difícil, en que imperan el hambre, el desconcierto, el dolor, el miedo, la repugnancia a lo que vendrá. Los derrotados tienen voz en esta novela y su voz interesa. Jordi Sierra i Fabra posee el talento, el pulso, el valor, la sinceridad necesarios para construir un libro que casi hasta el final triunfa y se percibe pleno, cuajado, y va dejando un sabor a gran novela, hasta que llegamos a la resolución de la trama, al lado de atrás, a lo oculto, a lo que no hemos visto pero ha dado origen a la novela, y entonces todo se viene incomprensiblemente abajo, como un castillo de naipes: una adolescente toma la palabra y filosofa, encadena frases cultas y de una profundidad que jamás un personaje como ese -a no ser que se nos explique cómo puede haber llegado en medio de la miseria a poseer una capacidad, una aptitud de narrador tan avezado y tan preparado- podría elaborar, decir en un diálogo en el que no debería salirle apenas la voz, pues acaba de escapar de una muerte segura y el miedo tendría que trabarle la lengua, no dotársela de una sapiencia absolutamente irreal. Todo se tuerce a partir de este instante: la resolución del caso es tópica y facilona, con unos malos malísimos y unos buenos honrados y nobles, estos muy de izquierdas y aquellos muy de derechas: campea a sus anchas una ingenuidad inesperada en el buen hacer de un veterano escritor como Sierra i Fabra, el ajuste de cuentas es torpe e intrascendente, está lleno de costurones y de una frontalidad fatal e inocua. Sierra i Fabra acaba de prisa su novela, tira por la borda los logros mencionados en las tres anteriores entradas aparecidas en este blog y le habla a un público que busca sentencias, que busca oír lo que ya sabe, que sólo quiere que le reafirmen en sus ideas. Ya digo: una torpeza grande, demasiado grande, que tira gran parte de los méritos del libro por la borda. Pues si bien el que esto suscribe piensa en muchos aspectos como Sierra i Fabra, si bien deplora la cara que sigue presentándose de nuestra guerra civil y la consiguiente posguerra, aún pacata, cuando no manipulada, recortada por la voz de los vencedores, también cree que una novela precisa de mucho más que de malos y buenos para hacer pensar, para hacer recapacitar, pues no basta con mostrar de manera simplista -es el mayor error de tantas novelas negras que acaban siendo fallidas-, con señalar y con gritar de dolor y de pena. Las novelas negras que nos hacen cuestionarnos el mundo no lo ven todo en puro blanco y en crudo negro. Ha pasado el tiempo de novelas de este tipo. Si los malos son señalados como malos pero no se les ve desde dentro; si no se ven sus almas, sus contradicciones, sus ruindades y también sus momentos de ternura, de amistad y de amor, de los que son muy capaces, -¿quién es enteramente un ser despreciable, abominable, quién sobrevive sin acariciar nunca, sin amar jamás?-, pues muchas veces una mano calla lo que la otra hace, nos quedaremos en los estereotipos, los disparos de sal, y no sabremos más del ser humano. Seremos como esos políticos que se señalan unos a otros y se dicen Y tú más, Y tú peor. Con eso ya no basta.

Jordi Sierra i Fabra: Cuatro días de enero (3). Asalto del almacén lleno de comida

Son las mejores páginas de este libro. El inspector camina por las calles de una desolada, famélica ciudad que ya no puede más y decide arriesgar la vida para escapar de la muerte por hambre. Presencia el inspector cómo una multitud de hambrientos decide asaltar un almacén donde se guardan alimentos que se le va dando en cuentagotas a la ciudadanía. Cómo el soldado que custodia el lugar se opone primero y cede después, cómo se lanza la muchedumbre al interior del almacén para coger cuanto pueda, cómo mueren en la avalancha varias personas, entre ellas un niño, cómo salen furiosas y locas y dispuestas a matar para defender lo conseguido las personas del almacén, cómo huyen ciegas: todo lo contempla estupefacto y también desfallecido de hambre el inspector.
Son las mejores páginas de esta novela que, como las más destacadas del género negro, albergan mucho más que un caso policial y unas pesquisas con un culpable al fondo en su interior. Sierra i Fabra narra con su estilo ágil, barojiano, dando muchos detalles interesantes y emocionándonos a la manera de un Blasco Ibáñez, sin omitir detalles dolorosos pero necesarios para comprender y ver claramente el tapiz plantado ante los ojos de unos lectores a los que les resulta lejana la guerra civil española pero nunca debe de resultarles lejanos el dolor, la desesperación humana, el crujido del hambre y de la injusticia. Son páginas valiosas, que confirman que el novelista fiel y riguroso siempre nos permite acercarnos mejor al pasado que el frío historiador que sólo emite datos y fechas y lugares. Son páginas valiosas que no se olvidan fácilmente.

Jordi Sierra i Fabra: Cuatro días de enero (2). La guerra y los muchachos

Aunque no vivió esos cuatro días de enero históricos en que Barcelona se quedó sin gobierno y a la espera de que las tropas invasoras, franquistas, se adueñaran de ella, alguien que sí los vivió ha destacado que la recreación que de aquel tiempo y aquel lugar que hace Sierra i Fabra en su novela es tan exacta como si hubiera estado allí. Lo afirma Francisco González Ledesma. Nada que discutir, pues, sobre el conseguido realismo de la novela. Que es ante todo una novela negra. Pero que no gasta todas sus fuerzas en tirar de nosotros para llevarnos por la senda desnuda de las investigaciones y los asesinatos, algo que para un escritor como el que nos ocupa sería demasiado fácil. Las caracterizaciones de los personajes no se deja de lado: cuando el inspector da con un muchacho que ha sido medio novio de la chica desaparecida, éste se halla encerrado en un cuarto para evitar que corra a alistarse y a morir en una batalla que está perdida. El diálogo que mantiene el joven con el inspector me parece magnífico, tan lleno de información efectiva y de vida que uno tiene el inmediato impulso de pararse a releer. El inspector, cansado y sabedor de que sus días están contados, apoya a la madre del muchacho y, mientras lo interroga para conseguir información sobre la muchacha desaparecida, intenta quitarle de la cabeza la idea de alistarse, pues la guerra está perdida. Este encuentro entre alguien que ya se siente vencido y alguien que quiere dar su vida si es preciso para seguir defendiendo a los suyos, la democracia, su ciudad, es obra de una mano experimentada y resulta memorable.

Jordi Sierra i Fabra: Cuatro días de enero




El planteamiento de la novela es magnífico: un inspector de policía de una Barcelona atemorizada por la pronta llegada de los conquistadores fascistas que conserva una pistola cargada sólo con dos balas y que no huye de la ciudad aun sabiendo que lo matarán los de Franco porque tiene a su mujer enferma, en la comisaría vacía recibe la petición de una exprostituta para que encuentre a su hija de quince años. Con el eco de los bombardeos en los oídos, con la sensación de derrota y apremio en el cuerpo, consciente de que sus días están más que contados, el inspector republicano acepta y empieza a hacer averiguaciones en un momento en que nadie está para el otro, en que la tragedia vuelve sordo e insensible a lo ajeno a todo el mundo, menos a los que ya no tienen miedo a morir ni a perder lo poco que les queda. Jordi Sierra i Fabra atrapa al lector de inmediato porque no miente con una novela falsamente histórica ni oportunista, porque cuenta involucrándose y recuperando momentos de nuestra historia reciente no como un avispado visitante de los tiempos pasados sino como un escritor preocupado, y así sentimos que la trama de la novela no es un homenaje ni un remedo y que estamos ante una novela pura, con personajes vivos y un escenario que vivirá por siempre en sus páginas.

Ross Macdonald: El escalofrío




Ningún autor de novela negra ha llegado a mostrar la profundidad psicológica de Ross Macdonald en la creación de personajes ni ha alcanzado la la perfecta simetría de las historias de este maestro estadounidense. Macdonald es el mejor escritor de novela negra porque en sus obras la literatura es la primera exigencia, la literatura de calidad, que se presenta a través de una prosa impresionista y bellísima, llena de imágenes lúcidas, poéticas, sensibles e imperecederas. El conjunto de novelas dedicado al personaje de Lew Archer es superior al de Chandler y Marlowe, que cuenta con una obra maestra y varias menores y una incluso bastante menor, mientras que el ciclo Archer no presenta ninguna caída y dos o tres obras de altísima calidad. Chandler alzó una obra maestra y alrededor varias de entidad menor que constituyeron el camino para llegar a la cumbre y también una pendiente de bajada abrupta. Macdonald, a quien vituperó Chandler acosado por los celos profesionales, legó un conjunto que invita a la lectura continuada y a apreciar un cuadro amplio de la vida californiana del pasado siglo centrada ante todo en las familias y sus secretos, en el amor destructivo y en los hijos con mala suerte. 
El escalofrío es una novela con una gran carga psicológica, que hunde sus raíces en el psicoanálisis sin máscaras ni subterfugios. Archer va dejando de lado las armas de fuego y los puños para afilar sus preguntas, indagar con su mente y su presencia invitadora y su paciencia y su deseo de saber qué motiva a querer y a odiar. Sus inquietudes son universales, sus procedimientos no tanto: la búsqueda de la verdad le expone al dolor ajeno, al padecimiento fuerte y concluyente de algunos que atesoran secretos y miedos a partes iguales, que lo manchan con sus dudas y sus actos no siempre perdonables. Archer, a diferencia del terapeuta, entra en las aguas del sufrimiento de quien habla y se expone ante sus ojos, Archer se compadece y toma un camino u otro porque apuesta por devolverle a alguien su buen nombre, porque le duelen las mentiras que dañan a los inocentes. Y, como no es un héroe, no siente que al caer el último velo ha triunfado: cada caso que se cierra es un nuevo mazazo, más leña en la hoguera de los odios y las insidias, las asechanzas y la crueldad humana. Archer, personaje que tanto le debe a la tragedia griega, cuando acusa sabe que una parte de sí mismo también está siendo expuesta y sacrificada, porque todos somos lo mismo aunque no hagamos lo mismo, aunque no nos condenemos sino individualmente por culpa de nuestros errores individuales. 
Novela de amor, de loco amor, novela de apasionado amor, de destructivo amor, novela que sin el amor no se entendería, El escalofrío es una novela que no tiende trampas, que no encierra misterios que se develan al encontrar un plano misterioso o tras adentrarse en pasadizos ocultos, no tiene personajes antisistema ni fragmentos fantásticos, no puede aparecer como rabiosamente actual porque fue escrita para ser sincera, sin añagazas ni pinceladas interesadamente bañadas con la pátina de la actualidad, y constituye una apuesta por una verdad enteramente humana y a ella fía todo su valor como creación, algo que en otra época tanto hacía escribir a los críticos y a los estudiosos. Quizá por eso tiene tanta pinta de ser eterna.


Frases de la novela:


Me conmovió su belleza ligeramente huraña. 

Su voz tenía un campanilleo administrativo y sus modales mostraban la pesada desenvoltura de un político, que oscila entre la amenaza y la lisonja. 

Estaba en esa edad en que todas las cosas hieren. 

Sus grandes ojos deshonestos que trataban de ser honestos. 

(Traducción de Adriana T. Bó)

Stilo Gráfico : Detective privado

Escuché esta canción en la radio hace muchos años, gracias a un excelente disc jockey de Almería, que la pinchaba de vez en cuando. Nunca conseguí el disco, pero la grabé en una cinta que he conservado junto a novelas y muchos cedés en los obligados cambios de casa. Hubo otra versión, de la Orquesta Platería, inferior a la original. Cuenta con una letra muy acertada y muy realista, desenfadada y muy inspirada, y un ritmo pegadizo, sencillo y efectivo. A menudo me pregunto qué novela negra podría ser la pariente más cercana de esta inolvidable y poco conocida canción, si habrá alguna tan desmitificadora y exacta en la descripción del mundo real del detective privado. Escuchadla, por favor. Sigue tan viva como cuando salió, en 1985. 


James Lee Burke: Prisioneros del cielo (y 2)




James Lee Burke es un magnífico escritor, un estilista de primer orden. Escribe novelas negras y no por eso rebaja la fuerza y la trascendencia de su prosa ni su creatividad. Prisioneros del cielo es una novela que podrían haber escrito Faulkner o Scott Fitzgerald si alguna vez hubieran pensado escribir novela negra. Vaya esto por delante para que quede claro que Burke es un escritor de gran categoría, que escribe como pocos autores lo hacen hoy en día, que ama las palabras y las cuida y en su importancia confía para ganarnos con sus historias de perdón, violencia, remordimiento y amor. Así, se puede entrar en este libro para seguir la trama policial, que no es particularmente novedosa ni sorprendente, y se puede entrar con los mismos deseos de saborear páginas con que nos dirigimos a la cita con un García Márquez, un Javier Marías o un Proust: sabiendo que podremos parar, hacer altos en el camino y releer muchas páginas, encontrar asociaciones que en la lectura rápida pasamos por alto, pasajes que nos gustará leerle en voz alta a otra persona o a nosotros mismos.
James Lee Burke creó al atormentado, cristiano y violento policía Dave Robicheaux para contarnos cómo es el alma de ciertos habitantes de los Estados Unidos y no nos ahorra detalles en ninguno de los aspectos esenciales, con lo que la narración de este libro es rápida y morosa a un tiempo, transparente y densa a la vez. Burke no es un escritor que lo fíe todo a las sorpresas finales y no juega con el ánimo del lector. Pone las cartas bocarriba y cuenta con adjetivos y con adverbios, los que necesita, crea personajes que no son de cartón piedra y continuamente nos describe lo que Robicheaux tiene delante: a las personas y también los paisajes de Nueva Iberia y Nueva Orleans: nos habla de ríos, de árboles, de pájaros porque el mundo en el que ha crecido y en el que vive Robicheaux tiene todo eso y porque todo eso es importante para Robicheaux: la naturaleza que choca a veces con la naturaleza humana, con los instintos humanos, con los deseos humanos, que los cobija también, los estimula, los entorpece en otros casos. James Lee Burke sabe tanto de paisajes como de almas y con sus libros aprendemos siempre algo más de ambas cosas.
Prisioneros del cielo es la historia de un policía que ve cómo se estrella una avioneta, rescata a una niña -inmigrante ilegal: feo concepto que no queda más remedio que usar- y se la queda, porque la niña quiere y porque él quiere y porque su esposa quiere. Los problemas empiezan a visitarlos después porque los acompañantes de la niña no eran trigo limpio. Y los agentes del gobierno se ponen en marcha, los malos se ponen en marcha y Robicheaux tiene que defenderse. Aún está viva en la mente de los protagonistas la guerra de Vietnam -los hechos de la novela están fechados en 1987- y su violencia y sus secuelas. Ninguno de los personajes tiene miedo al empuñar un arma, ninguno duda en defenderse matando si es preciso. Ninguno sufre si tiene que ajustar cuentas disparando y matando. Robicheaux, alcohólico y vulnerable, sufrirá y más adelante volverá a enrolarse en la policía, de la que salió algún tiempo atrás. James Lee Burke hace con estos materiales poco novedosos verdadera literatura, alta literatura. Robicheaux va mostrando las heridas de su pasado y los límites del hombre que está solo, visita iglesias y se confiesa y pide perdón pero se emborracha, mata a un hombre en acto de servicio, no reniega de sí mismo y sigue siempre adelante. No nos sorprenderá su moral, pues la conocemos por otras novelas y muchas películas que han expuesto el espíritu de cierto estadounidense que en una mano sostiene una biblia y en otra un arma. Pero Burke profundiza, nos lleva al fondo del alma del personaje, nos lo muestra en cinco o seis escenas en que se acuesta con su pareja con y sin ganas, con y sin deseo, en escenas pensadas para que lo veamos trabajando, realizando labores rutinarias, relacionándose con blancos y con negros, con tipos importantes y con otros que no lo son ni lo serán nunca. Así, podríamos decir que se trata de una novela con una fuerte carga psicológica y cercana al estudio de un personaje, un estadounidense medio quizá, producto de una cultura imperialista y fracasada, de vivo pasado violento e individualista, de unas costumbres ancestrales a las que no puede ni quiere renunciar. Al cabo, ¿qué nos queda de Crimen y castigo o de Madame Bovary sino la certeza de haber visto nacer y crecer ante nuestros ojos lectores a un personaje que adquiere tanta importancia como los seres reales que nos rodean? Es lo mismo que nos queda después de la lectura de esta excelente novela que sitúa a su autor en la primera fila entre los narradores no de novela negra sino, más ampliamente-gracias a otras novelas de la serie, como El huracán-, de nuestro tiempo.

James Lee Burke: Prisioneros del cielo (1)




No es esta una novela corriente, una novela negra que se despacha con un comentario cejijunto y frío. Veamos una muestra para juzgar, un párrafo del libro:


Había dejado el departamento de policía de Nueva Orleans como el caballero errante, con olor a alcohol, que decía que ya no podía soportar más la hipocresía política y la brutalidad adictiva que exigía el cumplimiento de la ley. Pero la verdad era que me gustaba, que mi conocimiento de la iniquidad del hombre me hacía sentir bien, que despreciaba el aburrimiento y la predictibilidad del mundo normal tanto como mi curioso metabolismo alcohólico amaba la sacudida de adrenalina causada por el peligro y la sensación de poder sobre un mundo enfermo que, en muchos sentidos, era un espejo de mi propia alma.

Como veis, no estamos ante el típico policía, sino ante un ser complejo, un personaje que se vuelve muy real cuando nos adentramos en las fascinantes páginas de una novela que tiene en la voz narradora y en su desgarradora sinceridad su apuesta más segura y conseguida.

Raúl Ariza: La suave piel de la anaconda




  Así define este libro que acaba de ser publicado el escritor Ángel Olgoso:


 Si Elefantiasis fue un libro de anunciación y contundente llegada, La suave piel de la anaconda lo es de refuerzo vibrante e identidad. Raúl Ariza ha conseguido en poco tiempo un estilo propio y reconocible, una temática y hasta una extensión propias. Lo que a muchos escritores les lleva décadas -y algunos quizá nunca conseguiremos- él lo ha logrado en dos años y con dos libros.    
                                                                                                                    
                                                                                                                                                                                                                             

Entrevista con Miguel Sanfeliu





1.- Es el tercer libro que publicas. ¿Qué supone ver publicado un tercer libro?

Poder ir publicando mis libros supone una gran satisfacción, como podrás imaginar. Siento que voy recorriendo el camino, que sigo adelante.

2.- ¿Qué recuerdo / valoración, algo distanciada ya, tienes de Anónimos, el primer libro?

“Anónimos” fue mi primer libro publicado, además con ilustraciones mías, así que le tengo un enorme cariño. Fue el primer paso y no podía haber soñado con una carta de presentación mejor.

3.-¿Y del más reciente, Los pequeños placeres?

Los pequeños placeres creo que delimita más claramente cuál es mi mundo narrativo, mis preocupaciones tanto temáticas como estilísticas.

4.-¿Qué se te quedó en el tintero para insistir con este nuevo libro de relatos?

Escribir, en mi opinión, es una necesidad, una forma de vida. Uno escribe porque no sabe vivir de otra manera. No creo que se escriba para comunicar algo concreto sino para explicarnos a nosotros mismos el mundo en que nos movemos, y me temo que esa es una tarea que no termina nunca.

5.-¿Eres sólo escritor de relatos?

Sólo se puede ser escritor o no serlo, independientemente del género en el que uno se mueva. Es más, el otro día leí un artículo en el que se decía que incluso se podía ser escritor sin haber escrito.

6.-¿Son malos tiempos para la novela? ¿Va más con nuestro tiempo escribir relatos que novelas?

No, en absoluto. Sólo tienes que mirar las listas de bestsellers. No verás libros de relatos en esas listas, desgraciadamente, y muchos merecerían estar ahí, por delante de algunas novelas que parecen cautivar a muchísimos lectores.

7.-¿Por qué ese título, Gente que nunca existió?

El título me lo inspiró una cita de la escritora norteamerica A. M. Homes, una cita que figura al principio del libro y en la que explica que escribir consiste en crear un mundo, crear gente que nunca existió. Y el caso es que esa gente ficticia, esos personajes, pueden tener una influencia decisiva en nosotros mismos, en nuestra forma de actuar, en nuestro carácter, ése es el poder de los personajes literarios.

8.-¿Quiénes te han influido para escribir estos relatos?

Mi lista de escritores de cabecera incluye autores como Tobias Wolff, Raymond Carver, John Fante, Paul Auster, Julian Barnes, Richard Ford, Medardo Fraile, Ignacio Aldecoa, Enrique Vila-Matas, Quim Monzó... Y un largo etcétera.

9.-¿Te molesta el auge del libro electrónico, Miguel?

No me molesta, creo que es algo inevitable. La tecnología va ganando terreno en todos los ámbitos. Otra cosa es que alguien acostumbrado al libro en papel lo sustituya por un libro electrónico. Tal vez como libro de consulta, pero es algo que a mí, por ejemplo, me resultaría muy difícil.

10.-¿Qué es un autor en el siglo XXI, en medio de la crisis que afecta al mundo en general y algunas artes en particular?

Un ciudadano más, intentando sobrevivir, como todos.

Miguel Sanfeliu: Gente que nunca existió

 
 
 
Como dice la escritora A. M. Homes, escribir consiste en crear un mundo, en hablar de gente que nunca existió. Y, sin embargo, es posible que esa gente ficticia sea capaz de darnos la auténtica medida de nuestro valor, de advertirnos sobre lo que somos capaces de hacer, de recordarnos nuestros fantasmas y nuestros temores, de sumergirnos en un mundo, quizá inventado, pero que es reflejo de éste.
Gente que nunca existió es un libro de relatos en el que encontraremos adivinos, torturadores, incluso superhéroes, pero, sobre todo, seres perdidos en su propia existencia, en una realidad que, en ocasiones, cae como una losa que nos aprisiona, de la que anhelamos huir, aunque, llegado el momento, es posible que nos asuste la huida y nos quedemos paralizados ante las posibilidades que esa libertad pueda ofrecer.
En este nuevo libro de relatos, Miguel Sanfeliu nos habla de sus propias obsesiones y de los temas que le preocupan: la culpa, las oportunidades perdidas, la banalidad que nos rodea y un concepto de realidad que escapa a nuestro control.

Camilo José Cela: La familia de Pascual Duarte




La mejor literatura está hecha con tinta invisible. La mejor literatura está hecha de sugerencias, de actos inacabados, de espacios en blanco. Por ejemplo, la muerte de la perrilla perdiguera de Pascual Duarte. En dos páginas se nos cuentan tantas cosas que parece que ni con la relectura podamos llegar a poder tocar algo más que la superficie de lo dicho. Se nos habla de la relación del hombre con los animales, de la incomunicación, de la maldad inesperada, del dolor de ser y no saber para qué estamos siendo. La magistral concisión de Cela, las imágenes en palabras y la prosa de una musicalidad y una calidad creativa tan alta nos llevan a pensar que no se trata de ficción sino de verdad narrada y se nos encoge el ánimo; nos abruman la maestría y la limpidez y el horror de cuanto se apunta y se deja en suspenso.
Hay tantas novelas negras atestadas de descripciones angustiosas, de situaciones de suspense crudo y a la postre vano, de violencia enfermiza; hay tan pocas en las que encontremos ideas quebradas y bien expuestas, con caminos que se cortan pero siguen existiendo en la mente del lector; hay tan pocas novelas negras escritas en la actualidad que no estén abonadas al más por más y al sumar por sumar que uno no puede resistirse a traer aquí el recuerdo de estas dos páginas de Cela que deberían estar en todas las escuelas secretas de escritores de novela negra.

La última noche, de Spike Lee


Creo que una posible renovación del género negro debería ir por caminos como el que transita esta película de Spike Lee, que no puede adscribirse al género negro pero sí tiene muchos elementos del mismo. Agotada la vía de la investigación, porque la sorpresa final ya es algo manido y demasiado cansino, un juego inocuo, lo mejor sería centrarse en algunos aspectos de la novela negra y el cine negro que permitan ahondar en los sentimientos de las personas, la fractura social, la inevitabilidad de la violencia en según qué lugares y entre determinadas gentes. La última noche se centra en contarnos las últimas horas en libertad de un camello que al que alguien ha delatado y debe ingresar en prisión para cumplir una condena de siete años. Se nos presenta a la perfección el pánico a ingresar en los centros penitenciarios, donde las violaciones y la violencia campan al parecer a sus anchas, denuncia de una situación que no por sabida encuentra jamás remedios satisfactorios: el hombre fuera es un hombre y quizá un animal, dentro de la cárcel no es más que un animal. La angustia del personaje protagonista nos llega y nos hace compadecerle: ¿de verdad se merece tal castigo? 
Con una banda sonora ajustada y de gran vigor, compuesta por un jazzmen muy conocido, Terence Blanchard, se incide en la parte sentimental y se subrayan las emociones de los personajes con mucha calidez y cercanía. Es un trabajo soberbio, de los mejores de los últimos años, con sonidos propios y nada superficiales, deudor a ratos del gran sinfonismo y del melodismo del maestro JohnWilliams. Por otro lado, la interpretación de Edward Norton es de las que no desaparecen nunca de la memoria del buen aficionado, por su gestualidad contenida, su presencia imantadora -a lo Pacino, pero sin los tics de este-, su swing, si puede aceptarse esta palabra al hablar de un actor ante las cámaras.
La apuesta de renovación del género se completa y se engrandece en una escena, cerca del final, cuando al protagonista le rompen la cara. Que el filme desemboque en este punto es algo enteramente plausible, por la presencia de los personajes y por los actos de cada uno. Cierra muy bien -junto al develamiento de la identidad del delator- una historia que muestra la vigencia del género negro y los nuevos caminos por los que puede caminar seguro y victorioso.