Thomas Rydahl: El ermitaño

   



   En una árida playa de la isla de Fuerteventura aparece, en el maletero de un coche, el cuerpo sin vida de un bebé. No hay restos del conductor, no hay huellas, no hay denuncia, no hay, pues, caso. La policía quiere cerrar la investigación para evitar otro escándalo Madeleine. Pero no cuentan con Erhard, al que todos conocen como «el ermitaño»: tiene setenta años, nueve dedos, lleva casi veinte años de taxista en Fuerteventura, es afinador de pianos en sus ratos libres, un loco del jazz, algo bebedor, vive con dos cabras y, en sus momentos de relax, se sienta en una sillita plegable que lleva en el maletero del taxi a devorar novelas. Es peculiar, solitario, muy observador y tiene un pasado oculto.

Como la policía quiere dar carpetazo al caso sin apenas indagar, Erhard decide tomarse la justicia por su mano y honrar al bebé descubriendo lo que ha sucedido en realidad. El hombre mayor, ya de vuelta de todo, desaparece: ahora Erhard sólo quiere justicia y no se doblegará ante nada ni ante nadie para llegar al fondo de la cuestión.


   Edita: Destino

Stieg Larsson: Los hombres que no amaban a la mujeres

   


   Larsson supo urdir una buena historia y la contó de una manera directa, sin apenas adjetivos ni adornos que cargaran las frases de belleza o de argumentos para la reflexión. Leyendo la novela se comprende que tenía un par de personajes bien definidos y muy bien creados y una trama que iba a enganchar a los lectores y que no buscaba nada más. Tampoco nada menos. Porque hay ambición en esta historia, en estos personajes, sin ninguna duda, y es la de alguien que quiere decir algunas cosas que tiene muy claras y que intuye que merece la pena compartir. Por supuesto, no cambió nada con esta novela si lo observamos desde el punto de vista del filólogo, pero si observamos con nuestros ojos de adictos a la ficción habría que decir, junto con Vargas Llosa, que Lisbeth Salander no es un personaje cualquiera, sino más bien un personaje llamado a ser inmortal. Hay tanta profundización auténtica, no manipulada ni manipuladora, en la caracterización de esta mujer maltratada y solitaria que no cuesta nada suscribir lo dicho por el gran escritor peruano. Salander es un personaje vivo, muy vivo, nada previsible ni etiquetable, nada reductible a cuatro líneas de explicaciones psicológicas ni de índole social. Salander es Millennium, es el logro mayor de Stieg Larsson, es su legado inmarcesible a la posteridad de la literatura. No por sus piercings, tampoco por su fe en la venganza -muy propio de los justicieros de las novelas estadounidenses-, tampoco por sus logros de rebelde y contestataria: lo es por lo que no se entiende de ella, lo que no se dice, lo que solo se intuye, lo que no se sabe si es negro o gris, pozo sin fondo o pozo con cercano fondo. Salander resulta un personaje irrepetible por lo que calla Larsson, por lo que se muestra como en un reojo, por lo que imaginamos que es: porque Larsson nos ha metido dentro de ella, nos ha hecho bucear en ella, ser un rato ella mientras leemos esta novela negra que tiene una investigación muy bien llevada, con sorpresas lógicas y asumibles, que encierra una crítica útil a nuestro tiempo y al capitalismo que nos domina inmisericorde, pero sobre todo a una Lisbeth Salander que, como ocurre con los mejores personajes de la ficción, nos deja visitarla y ser ella sin reducirse ni empaquetarse como mero objeto de adorno, pasa a nuestro recuerdo y a nuestras conversaciones como una referencia tan poderosa y tan real como los quijotes y los sanchos que se mueven por nuestras expresiones habituales y nuestros pensamientos cotidianos. 

Jorge Riechmann: Autoconstrucción


 

   

   La cultura predominante desprecia profundamente las ventajas de los vínculos colectivos y los valores comunes para hacer frente a los asuntos que son de todos y cada uno. Sois libres, nos dicen, porque podéis acumular ilimitadamente bienes materiales, aunque eso suponga el sufrimiento de otros seres humanos y el colapso del planeta. Hoy son muchas las personas que se plantean la necesidad de llevar a cabo un cambio cultural, que no desean simplemente plegarse a los mecanismos que nuestra sociedad —toda sociedad— tiene ya dispuestos para ahormarnos; también son muchas las que se sienten impotentes ante las dificultades que obstaculizan esa transformación. Para todas ellas está dedicado este libro. Porque a diferencia de, por ejemplo, los chimpancés, los seres humanos tienen muchas opciones de modificar reflexivamente su conducta, de ahí que Jorge Riechmann nos muestre algunas de las rutas para emprender el camino de una autoconstrucción crítica, tanto personal como colectiva. ¿Quiere esto decir que quienes quieren cambiar los estándares culturales del consumo conspicuo estén en contra de los placeres en la vida cotidiana? No; están en contra de la desigualdad y, por lo tanto, contra aquellos refinamientos y placeres que se compran a costa del padecimiento de otros. Por eso, este libro se interroga por algunas dimensiones culturales de esa posible transformación y desemboca en propuestas como las ecosofías, el descentramiento del ego y la militancia de la alegría.


Ignacio del Valle: Soles negros

   


   Con Soles negros, Ignacio del Valle se ha puesto al frente de la mejor narrativa negra española. Carece esta de autores con buena prosa y con un estilo literario de alta calidad, pues aún se opta por apostarlo todo al número Hammett o a la liviandad disfrazada en tono ameno. Así, se invierte mucho tiempo en preparar las tramas y se descuida aún más en redactar y decir bien, pese a que toda novela debe cuidar de la misma manera lo que se cuenta y cómo se cuenta. Lorenzo Silva está a veces cerca de conjugar todo lo bueno en una sola cosa, Eugenio Fuentes es cada vez mejor escritor y no tan buen novelista, Juan Madrid y Andreu Martín son maestros con voz propia e indiscutible, Vázquez Montalbán siempre será el referente porque nadie ha mostrado antes ni después tanta clarividencia. Ignacio del Valle se suma a este grupo exquisito, al de la primera división de nuestra novelística negra. Y lo hace porque es un escritor de un gran talento, que narra con las mejores armas de la mejor literatura, con versatilidad y con la limpieza y el entusiasmo que reclama la novela negra de aquí y de ahora que no es epigonal ni mero pasatiempo.
   Soles negros se asoma a la cima en la que brillan Los mares del Sur, El inocente, con una escritura de más largo aliento, más literaria y más impregnada de la belleza que aporta el conocimiento de las otras grandes obras, las que no son negras y sí son también alimento para las almas más soñadoras y a la vez más terrestres, más exploradoras. Del Valle escribe muy bien, y me atrevería a decir que en el futuro será unos de los mejores escritores de nuestro país, una referencia, a poco que siga siendo humilde y atrevido, fiel a lo que sabe e inconformista con esto mismo. Las partes dedicadas a la sufriente narración de una niña son de lo mejor que he leído últimamente, dentro y fuera del género. Hay muchas páginas, frases, meditaciones de arrebatadora calidad en Soles negros, una alegría literaria para el lector atento que no suele darse habitualmente en este reino del menos es más por no confesar que nada más puede sumarse, mostrarse. Y su autor es alguien que no intenta vivir del cuento, de la repetición, de la fórmula, que no retuerce el trapo a ver si cae alguna gota más de lo ya probado y tirado y recogido después. No lo digo solo por ambientar la novela en la España de la posguerra, sino por su fino oído y su fina sensibilidad para hablar de lo que todos tenemos delante, de lo que cualquiera puede sentir pero no trasladar con soltura a un papel. La ternura, el odio, la muerte, las luces del día, las interpelaciones a uno mismo aparecen estas páginas manejadas por una mano que no las usa como a piezas fáciles, sometidas, reducidas a un poder cierto y al cabo desdeñoso, sino como a piezas valiosas, a fragmentos con sentido, a vislumbres ciertos y muy comunicativos. Ignacio del Valle, en esta novela negra que tiene quizá más de tragedia en el sentido teatral que de negra en el sentido tradicional, construye con la pericia de los grandes. 
   Pero aquí cabe empezar ya con las objeciones: delimitado el mundo de la novela, habría que pedirle a su creador que escapase de algunos lugares comunes en las caracterizaciones de los personajes, de imágenes demasiado cinematográficas, de diálogos demasiado elevados que no resultan verosímiles, un contrapeso que ahoga la verdad de lo común, el mayor valor de esta historia, que cuando se aleja del mejor realismo se equivoca buscando lo trascendente mediante lo elevado de la palabra. Hay tantas instantáneas relevantes de una época y de unas gentes, de sus pesares, miserias, anhelos y contadas alegrías que parece evidente qué brilla con más fuerza en el texto, qué fuerzas son las más recomendables para el uso de quien está narrando. 
   Notable novela, con apuntes magistrales y cimas sobresalientes, Soles negros es el fruto sólido de un autor que se ha plantado en el centro de lo mejor que la narrativa de ahora puede ofrecer. 

Antonio Lozano: La sombra del minotauro




Las Palmas de Gran Canaria. En su despacho, el detective José García Gago recibe la visita de María Elena y José Miguel Bravo, hijos de un acaudalado empresario de edad avanzada, que ven peligrar su herencia próxima y sustanciosa por la relación que su padre mantiene con una joven dominicana. El asesinato de ésta convertirá sin embargo lo que parecía una investigación anodina en una rocambolesca historia que obligará al detective a asociarse al inspector Márquez, y que conducirá a ambos a través de los laberintos de la actividad mafiosa de la isla, con el análisis satírico de la doble moral de una burguesía rancia y trasnochada como telón de fondo.




Una trama en la mejor tradición del género negro sobre la que, permanentemente, planea la sombra del Minotauro. Y, tal vez, la mejor novela de Antonio Lozano, que fuera ganador de la primera edición del Premio Internacional de Novela Negra Ciudad de Carmona por su celebrada y memorable "El caso Sankara".

Beryl Bainbridge: Lo que dijo Harriet




Primera novela de Beryl Bainbridge, Lo que dijo Harriet fue escrita a finales de los 60. Sin embargo, el argumento resultó demasiado desagradable para la sociedad de la época, por lo que no fue publicada hasta 1972, momento en que fue aclamada como una pequeña obra de arte.
Basada en un crimen real que conmocionó a la sociedad británica de la época (el caso Parker-Hulme, retratado por Peter Jackson en su película Criaturas celestiales), Lo que dijo Harriet relata la historia de dos amigas que se reencuentran durante unas vacaciones de verano en una localidad playera. Ambas esconden una relación enfermiza. La narradora, una chica sin nombre, solitaria e introvertida, se deja llevar por la corrosiva influencia de la bella Harriet. Entre las dos pergeñan un plan para seducir al Zar, un hombre mayor e infelizmente casado, y tan fascinante como repulsivo, sin ser conscientes de las catastróficas consecuencias que puede causar su degenerado juego de niñas. Unthriller sobre la crueldad de la infancia y sobre la capacidad del ser humano para manipular y seducir a los demás. Un cóctel molotov sobre la inocencia y la maldad, y un clásico que resulta hoy tan subversivo como cuando se escribió.


   Edita: Impedimenta

Rubem Fonseca: Paseo nocturno




   Hay autores con los que se tiene una gran afinidad aunque no se los frecuente demasiado, aunque se los lea de cuando en cuando. Es el caso de Rubem Fonseca y el que suscribe. Este relato, que acabo de leer, es pariente de uno que escribí hace mucho y está publicado en el libro Almería 66. Paseo nocturno lo escribió en los años setenta del pasado siglo Rubem Fonseca y pertenece al libro Feliz año nuevo. Los dos son duros, cortantes como piedras afiladas, están despojados de todo lo innecesario y resultan seguramente crueles, aunque está matizada la crueldad por la narración en primera persona y una falta absoluta de regocijo en lo morboso. Son como una breve crónica, un acercamiento a la mente de alguien a quien diríamos a primera vista que es dominado por el mal. Pero la intención va más allá: late el elemento social, el inconformismo, la desazón de saber que la violencia anida cerca y es a veces producto de la frustración causada por una sociedad injusta y muy estratificada. Son relatos negros, claro que sí, y son a la vez relatos vigorososos de denuncia. El de Rubem Fonseca es una obra maestra, el mío una minucia no del todo incómoda. Que se parezcan solo me beneficia a mí.

Ramón J. Sender: Imán

   



   Imán es sin duda una de las mejores novelas que he leído, una de las más sinceras, quizá la más inolvidable de todas. Desde la primera línea me quedé atrapado por su estilo directo, exento de florituras pegajosas y falseadoras, por su contenida plasmación en secuencias cortas, proclives al dibujo breve y revelador de una situación o de un personaje, y puedo decir que ese estilo y esa secuencialidad pasaron a formar parte desde la primer lectura de mi manera de entender la narrativa propia, de abordarla, de sentirla y de plasmarla (también Vázquez Montalbán y el Julio Llamazares de Luna de lobos tuvieron mucho que ver). Admiro sin reservas todas y cada una de las páginas de esta intensísima novela, que sin miedo diré que me parece una de las ocho o diez mejores de la narrativa española del pasado siglo. Y lo afirmo porque este relato de guerra y de seres rotos no se despeña jamás por el lugar común, es valiente como pocos denunciando y señalando a quien se denuncia, porque es una historia que nació libre y aún hoy nadie ha domesticado ni llevado a ningún chiquero: es la novela de un autor libre y entregado a la consignación de lo vivido y lo visto en una guerra cuyo fin es -como en la de todas- la muerte del débil y el juego de fichas del poderoso. Sí, es la novela de quien no tiene ataduras, de quien levanta una crónica poderosa e indestructible para generaciones venideras porque se siente obligado a decir su verdad y, de paso, lo dice todo con palabra cierta, irreductible, con palabra libertaria a la que no cabe echarle el lazo para atarla ni doblegarla. 
   Pero es que, además, Imán no es solo una novela de prosa depurada, de un solo tono: hay aquí inteligentes adjetivos; ocasionales ritmos con palabras que se repiten, muy afines a la mejor poesía; monólogos interiores de hondo calado; diálogos vivos y muy creíbles; una estructura sencilla y sapientísima; y una inusual narración en presente de indicativo que poquísimas veces ha lucido tan vibrante y cercana, tan comunicativa y tan brillantemente narrativa. Aunque fue escrita por un joven menor de treinta años, aunque contaba lo que había visto y padecido, aunque hubiera una primera intención, por encima de todo, de crónica verdadera, el texto resultante no puedo por menos de afirmar que es un monumento novelístico, de joven genio de las letras sin edad y hasta sin conciencia de qué había parido: un hito en las letras españolas, en las letras universales. Porque Sender resuelve todos los escollos de manera magistral: vigoriza el paisaje por el que se mueve Viance, el sufrido soldado inmersos en la guerra de Marruecos, con cuatro destellos arrancados al mejor Balzac; se adentra en las batallas con la equilibradísima mirada de horror y de familiaridad con la muerte del mejor Tolstói; ausculta los temores y los recuerdos sustentadores de Viance como el mejor Dostoievski. Y aunque la novela tiene un solo tema, aunque el campo de batalla es el escenario fundamental, nunca nuestra percepción se ve embotada ni presa del quietismo: aquí todo avanza, todo lleva a la siguiente acción, todo se hilvana con un rigor y una lógica elementales y sapientísimas que convierten al lector no en un observador de la miseria ajena, sino en un compañero de fatigas, un compañero de marcha y de lucha, de sorpresas y de gratos reencuentros, de un deseo de huida o de fin que no sea a los pies de la muerte. Son pocas las ocasiones en que el lector podrá entender plenamente qué es una guerra desde dentro de manera tan cabal, sin que el autor se haya torcido por el lado de la violencia gratuita o de la emoción dirigida con un propósito espurio. Se denuncian las atrocidades de la guerra, pero sin el espectáculo gratuito y de doble rasero moral de tantas historias urdidas en la actualidad, ya sean para el papel o para la pantalla. Viance sufre y se cuenta su sufrimiento, pero no hay en Imán ni un gramo de más de actos violentos, de enfrentamientos de sangre, de muerte vulgarizada. Insisto: es una obra mayor de un autor al que Rafael Conte consideraba uno de los tres más grandes novelistas del siglo pasado en España. Es una novela magistral página tras página, una de esa novelas que abres no importa por dónde y siempre ofrece alta literatura, humanidad a raudales, sinceridad a manos llenas, un pasaje hipnótico o una imagen que prende en ti de inmediato. Una novela para leer y releer durante toda una vida.  
   Imán es, sin duda, una novela a la que le debo mucho, de la que me siento feliz deudor y eterno aprendiz. Uno de los libros más perfectos a los que he tenido la oportunidad de acercarme. Uno de los inmortales, que diría mi admirado Conte: uno de esos libros que solo con haber leído justifican y dan fuerza y sentido a esta aventura solitaria de leer y de creer en la valía de lo que viven los otros, esos que están tan cerca y sin los que nada valdría la pena.  

Alejo Carpentier: Los pasos perdidos





   Después de 56 años de su primera edición, Los pasos perdidos, la extraordinaria obra de Alejo Carpentier, continúa siendo un clásico de la literatura hispanoamericana. Todavía hoy despierta el interés de los lectores porque, desde sus primeras páginas, reúne todos los elementos de una gran obra. Nos hallamos ante una gran aventura, la aventura del viaje a lo desconocido, en las profundidades de una selva como la amazónica hasta un poblado primitivo. Para alcanzarlo se necesitaron sólo unas pocas semanas. No obstante, parece que han transcurrido cientos, miles de años porque, al viajar, se ha desandado en el tiempo, hasta el punto que, al final del periplo, nos encontramos con el ser humano en su estado primigenio, cuando comenzaba sólo a nombrar las cosas. Quien realiza este viaje es un hombre amargado, enajenado, procedente de la civilización más adelantada tecnológicamente y, al mismo tiempo, más implacable y destructora espiritualmente. Nuestro protagonista tendrá que decidir si quiere permanecer en un mundo primitivo, carente de bienes materiales pero donde ha encontrado la felicidad, o retornar a la civilización donde es infeliz aunque posea «todo». Difícil dilema que puede ser el de cualquiera de nosotros. En resumen, Los pasos perdidos constituye una profunda reflexión sobre el mundo de la modernidad y la situación en la que vive el ser humano, todo ello dibujado a través de lo real maravilloso y de un lenguaje barroco que Carpentier, como nadie, llevó hasta sus últimas consecuencias; en definitiva, una obra maestra de la literatura. 


   Edita: Akal

Dennis Lehane: Un trago antes de la guerra

   


   Seguramente, Dennis Lehane es el único autor al que leo sin incomodidad cuando en sus novelas me topo con muchas páginas de tiroteos, de violencia: porque sé que no es gratuita, que tiene un sentido dramático, necesario para la trama y la comprensión de la historia que se narra. Lehane no abusa de la violencia, no se recrea en ella, y él mismo ha confesado una de sus principlaes influencias es Shakespeare. La violencia es algo común en algunos lugares, es una palabra, una frase, un gesto habitual en los habitantes de algunas ciudades. Y Lehane lo recoge y lo plasma en libros como este, Un trago antes de la guerra, que se presentan duros y directos, sin concesiones, pero también con mucha sensibilidad y mucho sentido detrás de lo que se cuenta y de cómo se cuenta. 
   Lehane es uno de los grandes de la narrativa negra actual. Pocos libros pueden compararse a Desapareció una noche, excelente novela que plantea problemas morales con difíciles soluciones, que surgen sin manipulación emocional y sin excusas que eviten al lector enfrentarse a dilemas que están en la base deformada de nuestra borrosa sociedad del espectáculo y de las apariencias. Con Un trago antes de la guerra inició la serie de Kenzie y Gennaro, los detectives privados de Boston, y no pudo hacerlo mejor: un trago hondo y que deja buen sabor. Con las ideas muy claras -como pocos en el género, tan abierto a los paseantes y a los buscadores de fortuna-, con un afán evidente de abordar temas crudos y que requieren de un pulso firme y de una mente atrevida, Lehane encaja a sus detectives en una historia de mucha violencia con bandas urbanas que libran una lucha a muerte, con maltratadores que destrozan a sus familiares sin miramientos, con políticos que tienen mucho que ocultar, y los zarandea, los acerca a los golpes, permite que metan sus almas en rincones quemados de los que solo se puede salir con dolorosas e inocultables quemaduras.
   Con una estructura sencilla, sin grandes enigmas que develar, sin acogerse a esquemas previos -marchando como los grandes escritores acostumbran: no paran hasta llegar a la última gota de sudor y al último rictus-, sin abusar de caracterizaciones psicológicas que pueden acabar mostrando un ropaje de cartón piedra, comprometiéndose con los débiles y los humillados, de una manera muy natural Lehane nos va llevando a escenarios que los lectores cómodos no conocemos, pero no nos horroriza, no nos castiga por nuestro alejamiento físico y espiritual, ya que una recia y arraigada capacidad de comprensión y una sutil, nada pringosa piedad se deslizan por toda la novela junto a los hechos más violentos como en una vía paralela y absolutamente compensada y equilibradora que ofrece oxígeno, sentimientos positivos-dudas saludables-, un poderoso aroma a honestidad y una congruente relajación al final del sufrido camino de los personajes investigadores y protagonistas de esta valiosa primera entrega de una serie inolvidable que dio después cinco afortunados frutos más

Daniel Santiño: Los crímenes del opio

 



 

 

«Un thriller de procedimiento judicial con una excelente trama y una fortísima tensión. La habilidad del autor en el abastecimiento y la dosificación de detalles y datos de la investigación arrastra al lector a un final sorprendente.» Jurado del Pre

 Diciembre de 2012. En la localidad barcelonesa de L’Hospitalet de Llobregat, se encuentran unos restos humanos dispuestos en una macabra escenografía.
La unidad de crímenes violentos de la DIC (División de Investigación Central) del cuerpo de Mossos d'Esquadra se verá inmersa en una investigación sin precedentes y con la presión de un seguimiento mediático internacional.
Los asesinatos se suceden, cada vez más crueles y sangrientos, ante el desconcierto e impotencia de los agentes que no logran encontrar en ellos una sola pista que les haga avanzar en el caso.
El sargento Víctor Santino, al cargo de la investigación, no solo deberá enfrentarse al asesino en serie más prolífero y peligroso de toda la historia del país, sino que también lo deberá hacer con los impedimentos implícitos en un cuerpo policial politizado y arrastrando los efectos de un terrible episodio de su pasado.
Víctor Santino lidiará a contrarreloj contra una mente privilegiada y perversa, en una lucha que traspasará las fronteras entre lo profesional y lo personal y que pondrá en peligro su vida y la de todas las personas que le importan.


   Edita: Roca

Ernesto Mallo: Crimen en el barrio del Once

     


   En esta primera novela de la tres dedicadas al comisario Lascano, Ernesto Mallo apuesta más por ser escritor que novelista. La trama negra está resuelta con coincidencias y casualidades que a estas alturas se antojan débiles y despreocupadas, con un marchamo de indolencia que al avezado lector del género incomoda, ya que parecen los recursos fáciles con que algunos escritores que no conocen bien la novela negra solventan las investigaciones en que adentran a sus personajes. Que Lascano siga al presunto asesino justo cuando este va a empeñar la pistola con que cometió el crimen es acudir a un recurso evidente y simplista que debería haberse evitado, que no hubiera costado demasiado evitar. El encuentro con la chica que se parece a su difunta esposa es también más propio de un guión televisivo que de una novela seria. Por eso afirmo que Mallo quiere ser más escritor que novelista, y quizá también porque no le falta prosa para lograrlo, ni armas con que defenderlo: excelente es el pasaje amoroso, bellamente cortazariano, que describe el primer chispazo de amor y sexo de Lascano y Eva; muy notable el pasaje de la quema de los papeles decisivos, donde arde vigorosa y plena una buena literatura; destacable la estructura de la novela, que avanza y retrocede en su trama sin que rechine nada, algo que no siempre funciona con igual brillantez en manos de otros que asimismo aman los flashbacks. 
   Por todo esto, la valoración global no puede ser más que a medias positiva, pues Mallo se deja llevar por su deseo de evidencia y, siendo valiente y denunciando sin que le tiemble el pulso los males, abusos y crímenes de los militares argentinos durante una época atroz de desaparecidos y muertos por razones espurias y bravas, intenta subrayar lo que acontece, describir salidas y marcar caminos de esperanza y se equivoca porque le pierde el buen deseo y traiciona una máxima no escrita pero indeleble que afirma que las buenas intenciones ahogan muchos buenos propósitos e ideas al cargarlos con demasiado peso, hasta hundirlos y no permitir que tengan vida propia, recorrido propio. Es justo lo contrario de lo que tan bien logró John Le Carré en El hombre más buscado: hacer crónica, decir lo que se sabe pero sin caer en la insistencia de las verdades ya conocidas. Aunque eso no obsta para añadir que la voz de Ernesto Mallo, más escritor que novelista en esta entrega, es para mí un aporte a tener en cuenta en el exigente mundo de la novela negra de calidad. 

Benjamin Black: En busca de April

   


   Indudablemente, la prosa de John Banville, que escribe novelas negras bajo el seudónimo de Benjamin Black, está muy por encima de la que pueda manejar cualquier otro autor del género. Y eso a pesar de que Banville dice que escribe como Black deprisa y en modo artesano. Lo importante es que encaje con lo que se narra, que no lo entorpezca ni sea un engalanamiento estéril. Y la prueba mayor, sin duda, el desafío mayor están en este libro, pues no hay un crimen para investigar y Black/Banville teje toda la historia usando la fuerza de unos personajes y de unas relaciones entre ellos que no es que sean lo más importante de la novela, es que son la novela. Sin unos personajes tan poderosamente creados, las descripciones, la ambientación serían apenas postizos, endebles columnas sobre las que sustentar más de doscientas páginas de prosa. 
   De entrada, aplaudo la decisión de no arrancar con un crimen y basar la trama en la casi insoslayable investigación subsiguiente. Aunque es una excusa en manos de grandes autores, el recurso es demasiado cómodo, demasiado comercial también: se crea un misterio y se atrapa al lector por el cuello hasta que se le pone delante la desnuda verdad.  Banville apuesta por otro tipo de libro, y eso es muy meritorio. Quizá al lector del tiroteo y la adrenalina enlatada esto le resulte decepcionante. Pero solo si se queda en lo superficial. Aquí hay suspense, hay un misterio, hay un enigma que pide una solución. Solo que Banville le puede a Black y nos ofrece una novela que no es solo negra y es también el análisis de una amistad de café, a primera vista sólida y emotiva, con buenas raíces, pero cuyo fondo es un cúmulo de secretos y de alejamientos mal disimulados. Black carga contra la amistad liviana, despoja a los implicados de excusas y se lanza casi con furia a destrozar lo que en el fondo se ve que solo han sido lugares comunes y choque de egos. Es la mitad de la novela esto, y está expuesto mediante una calma que no es lentitud disfrazada ni lasitud. Se precisa un margen, se precisan escenas y diálogos y algunas idas y venidas para que resulte creíble la aparente unión de los amigos y Black no corre y no corta y no suprime para hacer de la novela algo simplemente esquemático, un guión de cine, defecto en el que incurren muchos otros. Quizá no es propio de la novela negra, podría oponer alguno. Pero ¿es que se han fijado alguna vez unos mandamientos insalvables para escribir novela negra? Ah, y si es así, vamos a decirles a quienes los defienden que están equivocados. Desde Hammett hasta hoy, lo mejor del género está en la superación del propio género. 
   La otra mitad de la novela es una dura crítica contra la familia, nada sorprendente para quien haya leído algún libro anterior de la serie de novelas que Black lleva dedicadas al magnífico personaje del patólogo Quirke. Se intuye y se confirma conforme se avanza en la lectura de la novela que los poderosos y las familias poderosas no le gustan nada a Quirke, a Black. Tampoco los mitos alzados sobre el suelo por manos y ojos y bocas embusteras que quieren darle a la sociedad héroes intocables que definan e imanten y se mantengan encumbrados como dioses humanos. A esto le atiza sin dudar Black, como en lo mejor de la más crítica novela negra, como el mejor de los más afilados cultivadores de la literatura contestataria. No hay nada inquebrantable, se oye decir entre líneas, no hay nada que soporte el escrutinio profundo, y los héroes y los prohombres tienen los pies de barro. Casi nada en una novela de apariencia frágil, de artesano y no de escritor estrella, con mucha comidas y lugares hermosos y caros, con un coche bello y creado para elegidos, con un tono que no es frívolo pero no deja de ser amable en ningún momento, con una prosa de novelista negro, sí, pero también de poeta. 
   Esta es una novela que no pretende ser una obra maestra en ningún momento y que, sin embargo, resplandece en ese espacio extraño en que viven los libros que no engañan, que no son alimento precocinado para lectores precocinados (como diría el admirado Vázquez Montalbán), que son transparentes como una piel clara que permite ver muchas venas fuertes y llenas de vida indomable bajo una delicada piel.


Lectura: Por qué un anarquista sí tiene que votar 
 

Dashiell Hammett: La mujer del rufián

   


   Excelente relato este, tan lleno de ideas y de imágenes sugerentes que no puedo sino afirmar que es de los mejores que he leído. Hammett, como acostumbra, se vale de pocos elementos y describe de manera sucinta, ajustando la acción y las intervenciones del narrador a lo esencial. Pero qué esencia: la propia de la mejor literatura. Las emociones de los personajes tienen que ver poderosamente con los objetos que los rodean, sus pensamientos no salen de la nada sino que brotan de lo íntimo y toman cuerpo intensamente en lo que tienen entre manos, las caras y los gestos son información tan fundamental como la propia existencia de cada uno de ellos, pues los personajes no son una simple creación tomada de un mundo que existe por mor de un azar inexplicado ni domesticado para el buen disfrute del lector acomodado e indiferente. El orgullo es el tema del relato, y Hammett pretende no explicitar más que lo imprescindible, no apuntar sino vías de conocimiento y de meditación, de una manera muy respetuosa con el que lee, a quien no se subestima ni se le predica. Con pequeñas obras maestras como esta -del género negro, sin ninguna duda, y con una destacada adjetivación, un uso del encadenado sobresaliente y una belleza en las comparaciones arrasadora-, Hammett dejó bien claro que fue uno de los más valiosos y necesarios escritores del pasado siglo, un clásico inmortal.