Diario de un detective privado ( II )

Los detectives privados estamos hechos de pasado. Sin el pasado, nuestra profesión no tendría sentido, seguramente no existiría. Buscamos a personas desaparecidas pero primero indagamos en su pasado, avistamos su vida desde una atalaya mental para encontrar los hechos más destacados y, a partir de ahí, centrarnos en cuatro o cinco lugares, cuatro o cinco personas. Quien desaparece voluntariamente siempre tiene un escollo en su pasado, una situación que no pudo digerir o una persona a la que no le dio lo que quiso o a la que le hizo algo que no debía. Si somos seres humanos es porque recordamos nuestro pasado. Eso nos diferencia de los animales. Busco a personas y por un rato trato de entrar dentro de ellas, de ser ellas, de sentir la música que les gustaba, y me pongo la ropa que preferían, me echo en una cama en la que durmieron e intento imaginarme qué las agobiaba, qué salida le habrían buscado a un problema complejo. El cine y la literatura se nutren del recuerdo, son recuerdos mutados en palabras y en imágenes. Cuando mi madre enfermó de Alzheimer me pregunté si debía de dejar la profesión. No lo hice, pero a veces me pregunto qué pasará conmigo el día que ya no sea capaz de recordar, el día en que todo sea un presente llano, sin profundidad, un eterno presente sin aristas, sin dolor y sin la felicidad de recordar un buen momento. Tendrían que aprobar la eutanasia. Yo dejaría escrito en un papel que me liquidasen justo al entrar en la época en que perdiera mi pasado. A mis familiares les dejaría todos mis recuerdos. No quiero dejar dinero ni objetos materiales. Sólo mis palabras, mis anécdotas, las historias que les haya contado una tarde bebiendo vino y sintiendo que el mundo es un largo campo lleno de agradables luces y muchos, muchos recuerdos.